sábado, 21 de septiembre de 2019

Viernes... gallego.

Hola a tod@s! 
Y por Galicia estuve… diría y digo, como si ayer hubiese escrito el anterior Viernes. A Coruña me fui para presentar mi libro, exponer mi teoría sobre la metástasis a científicos incrédulos y divulgar la palabra científica en un museo de ensueño. 
Algo sucede en Galicia que me renueva cada vez que allí estoy. Dicen que algún antepasado mío, un Collazo sin López quizá, creció por aquellos lares y luego marchó en busca de esa tierra ¿prometida? que llamaron Cuba. Lo cierto es que con sólo poner el pie en tierras gallegas algo se conecta y me insufla energía. 
Fueron dos días de vértigo sin mareos. En una librería, definida espacio libre de machismo, me sentí como en esa casa repleta de textos escogidos que, en Jovellanos, Madrid y otros lugares he construido, libro a libro. En LUME, Begoña creó un espacio para la discusión y fui arropado por personas cálidas, ávidas de respuestas, llenas de preguntas. Antes y después, conmigo estuvieron Julio, a quien me empeñé cambiarle el nombre por Julián a pesar de esa sintonía que el cine y las lecturas nos unieron en el primer instante, y María con quien comparto la vocación infinita de responder preguntas. Ambos guiaron mis pasos coruñeses, sin prisas ni pausas, con alegría. Entre medias, hablé con Cristina, la periodista que apareció con el cuarto Principito en gallego de mi colección, una sonrisa y preguntas para la radio. En otras medias, Miriam, una amiga de aquellos primeros tiempos postdoctorales madrileños, me localizó al ver mi foto en un periódico local que se hacía eco de la visita relámpago que estoy describiendo. 
El primer día voló, la noche cayó y la mañana surgió para llevarme frente a un montón de científicos que evaluaban cada palabra, gráfico y sentencia sobre esa “más allá de la quietud” o lo que es lo mismo, mi teoría sobre la metástasis. Nuevamente María guiaba mis pasos por los laberintos, esta vez hospitalarios, con el tiempo justo para atender a unos y otros como si de una estrella de cine se tratara… pero no, íbamos a hablar de ciencia. Llegó la comida y fue entonces que un tocayo y hombre de piel, no sólo por ser dermatólogo, me contó anécdotas en primera persona de sus tiempos madrileños al frente del primer servicio que atendía a los infectados con VIH que, en aquel entonces, ya venían con SIDA. 
Con la mente en otro libro me fui al hotel por unas horas y allí un terremoto de cinco años con ojos azules llamada Candela me esperaba junto a su orgulloso padre, hablo de Juan. Fueron tan sólo unos minutos que me alegré poder compartirlos con esa familia, compuesta por dos padres y un remolino. Para el final, el postre dulce de un Museo precioso liderado por una hermosa mujer. Ana lo tenía todo preparado, un recorrido exprés, una invitación para volver y la sala rebosante de personas variopintas para escucharme, un lujo, no para ellos, sí para mí. Hora y algo después, disparados salíamos en el coche de María para el aeropuerto. Palabras de agradecimiento mutuo, promesas de encuentros acá y allá, preguntas que pueden abrir proyectos (las conexinas de María) nos acompañaron los pocos kilómetros recorridos. Entonces sobrevino el remate… a la entrada de la terminal un equipo móvil de televisión me esperaba con la misión de captar los últimos minutos de mis dos días gallegos y emitirlos, en directo, en el telediario local. 
Sólo puedo decir, gracias. Sólo puedo preguntarme: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?  
Os quiero, 
Ed.

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