sábado, 17 de septiembre de 2016

Viernes... nipón, por supuesto.

Hola a tod@s! 
… y decidí irme lejos y a Japón nos fuimos ligeros de equipaje. Siempre sentí curiosidad por aquel sitio apartado de cualquier camino, fuera de cualquier ruta. A Japón se va por que se quiere ir. Sin apenas dormir el día anterior, catorce horas de vigía representaron el viaje hasta Osaka, y allí empezó todo. Hoy tengo serias sospechas de haber sido japonés en una vida anterior. 
Se me torna imposible plasmar en simples letras y pocas palabras todo lo vivido, visto, experimentado en un país que pertenece a otro planeta. Mas si me empeño en resumir en una palabra el Japón que visité, no encuentro otra mejor que armonía. Seguramente vivir su día a día, trabajar en aquellas moles de medio centenar de plantas y pagar el alquiler sea otra cosa. Pero la experiencia de turista occidental, cámara en mano y ojos abiertos… es fascinante. El bien llamado país del Sol Naciente conjuga la tradición con lo moderno en una persona y sin plurales. Lo primero que salta a la vista es una arquitectura que no presta atención a la belleza por la belleza para centrarse en la funcionalidad y la geometría imposible.
Luego vienen los detalles que hacen la vida fluida, una limpieza que ronda la esterilidad, un civismo que no se identifica con el servilismo, la elegancia basada en la sencillez, el minimalismo y, sobre todo, una organización razonada que se me antoja diseñada por un matemático. En Osaka conocí que su gente es creativa, la mitad de las grandes ideas que hoy giran con el planeta se gestaron allí. Verlos a ellos andar con sus maletines ejecutivos de diseño, homogéneos pero distintos y a ellas, perfectamente vestidas, permitiéndose la licencia de mirar de reojo a un occidental en pantalones cortos que sudaba a mares… era un espectáculo difícil de captar y transmitir. Luego los pies me llevaron a lugares más pequeños y encantados… Nara, Nagoya, Hakone. En ellos el arte japonés, fino, delicado, simple, geométrico cobra el protagonismo que sólo su presencia infunde.

En Hakone supe de los Obsens y el agua a 42 grados con la montaña por escenario me hizo viajar por experimentos y textos no escritos. Cerca de Kyoto, el templo dorado o más que el templo su reflejo en el agua consumió gran parte del tiempo que tenía destinado a su visita. También por Kyoto distinguí a una maiko de su geisha y la fotografié cual paparazzi tras aquella reina de corazones que llamaban Lady Di. Cada día mi estómago agradecía la dieta nipona que evita el dulce y, en su defecto, llena los sentidos de aromas y sabores delicados. No faltó alguna que otra desconexión o pérdida en la traducción al lenguaje de signos, el que menos fallas en aquellas tierras. Japón no habla inglés, el francés ni se intenta y otras lenguas ni se imaginan. Al final del viaje estuvo Tokio, la apoteosis hecha ciudad organizada. Un sitio en el que sus muchos millones de habitantes, sus edificios gigantes y una red de transporte para copiar nunca te hacen estar perdido. A Japón regresaré.

Os quiero, 

Ed.