viernes, 1 de julio de 2022

Viernes de Ciencia y LGTBs

Hola a tod@s! 
Estaba yo a punto de nacer cuando el 28 de junio de 1969 una redada policial en el bar gay Stonewall Inn de Nueva York terminó con un levantamiento icónico. En lugar de bajar la cabeza, alguien gritó e instigó a los demás a reaccionar. Fueron tres noches que cambiaron la historia. Hasta entonces manifestar una inclinación sexual diferente a la heterosexual estaba condenada por los credos, las ideologías, las leyes y la sociedad; algo que hoy huele a pasado, aunque algunos sectores de la población siguen sin aceptarlo esgrimiendo un argumentario alejado de cualquier razonamiento científico y hasta humano. 
En este mes se suceden varias celebraciones por aquel ¡basta! en el Nueva York de finales de los 60. En Madrid los festejos se han postergado a la semana que viene para no coincidir con la locura que ha supuesto la Cumbre de la OTAN. De cualquier manera, hoy quiero hacer un homenaje especial a aquellas personas LGTB que han destacado en la ciencias y no se ha conocido su tendencia sexual.

Quizá el más conocido de todos los LGTB científicos es Alan Turing (1912–1954). Este genio británico fue el creador de lo que llamamos la máquina de Turing, la base de todos los ordenadores. Él dirigió el equipo que descifró el código Nazi Enigma durante la Segunda Guerra Mundial, una hazaña que quizá te suene de la película The Imitation Game. Turing intentó ser abiertamente homosexual con sus amigos del King's College de Cambridge y buscó relaciones con hombres más allá de ese círculo de seguridad. En 1952 fue arrestado por "indecencia", es decir por ser homosexual y tener relaciones con un hombre, se declaró culpable y fue castrado químicamente. Dos años más tarde, supuestamente se suicidó comiéndose una manzana con cianuro, algo que aún se mantiene en tela de juicio. Si retrocedemos en el tiempo, quizá te llame la atención que en este listado aparezca Leonardo da Vinci (1452-1519). El hombre arquetípico del Renacimiento, según una biografía reciente, vivió su vida como una persona abiertamente gay. Avanzando unos años nos aparece Francis Bacon (1561–1626), esencialmente recordado como el padre del método científico. Se ha pensado que hoy tendríamos una comprensión más sombría del universo sin su brillantez. Es conocido que un joven particularmente apuesto, Sir Tobie Matthew, se convirtió en el amigo y confidente más cercano de Bacon, y en la inspiración para uno de los ensayos más famosos de Bacon: "De la amistad". Ya en el siglo XVII un nombre reluce con fuerza: Isaac Newton (1643–1727). Muchos lo consideran como el verdadero padre de la ciencia. Sin entrar en la disputa sobre si la manzana le cayó en la cabeza o no, Newton desarrolló la teoría de la gravedad, las leyes del movimiento e inventó el cálculo diferencial. Es cierto que nunca declaró públicamente su orientación sexual, imposible hacerlo en la sociedad en la que vivía. Mas, nunca se casó y aunque sí es conocida una dilatada convivencia con un hombre en sus tiempos de Cambridge, no hay evidencias palmarias de haber experimentado relaciones románticas. Como poco el gran físico matemático era asexual, una tendencia que también se incluye dentro de la diversidad LGTB. Llegados al siglo XIX nos encontramos con Florence Nightingale (1820–1910). Ella es conocida como la pionera de la enfermería, pero también lo fue en las estadísticas. Debido a su destreza para los números hizo contribuciones importantes a la visualización de datos. "No he amado más que a una sola persona con pasión en mi vida, y esa fue ella" son palabras de su puño y letra. El nombre de Alan Hart (1890–1962) no suele aparecer en libros de texto de ciencia; sin embargo, me parece pertinente mencionarlo. Este investigador y experto en salud pública formado en Yale, se convirtió en una figura destacada en la lucha contra la tuberculosis en los tiempos en que esta enfermedad hacía estragos. Fue una de las primeras personas transgénero de mujer a hombre en los Estados Unidos en someterse a una histerectomía. Hart se casó dos veces, escribió numerosas novelas y se desempeñó como director de hospitalización y rehabilitación en la Comisión de Tuberculosis de Connecticut. Siguiendo en Norteamérica, Sara Josephine Baker (1873–1945), la primera ciudadana de los Estados Unidos en recibir un doctorado en salud pública, es conocida por sus estudios de mortalidad infantil y por haber sido abiertamente gay. Cruzando el océano nos encontramos con John Maynard Keynes (1883-1946), un destacado economista británico cuyas teorías sobre macroeconomía influyeron profundamente en las políticas de los gobiernos occidentales en el siglo XX. ¿Recuerdas la Economía Keynesiana? Si bien era un homosexual abierto en su juventud, Keynes también salió con mujeres y se casó con una bailarina rusa. Quizá hoy se sentiría cómodo como bisexual. En Alemania Magnus Hirschfeld (1868-1935) fue un sexólogo que sentó las bases para la comprensión contemporánea de la sexualidad humana. En 1897, Hirschfeld estableció el Comité Científico Humanitario, una organización que desafió los prejuicios homofóbicos, promovió la investigación sobre el sexo y la sexualidad y presionó por la despenalización de la homosexualidad. Otro ejemplo digno de ser mencionado es Rachel Carson (1907–1964), famosísima por su libro "Primavera silenciosa" en el que investigó a fondo y describió el daño que los humanos causan al medio ambiente y a nosotros mismos al usar pesticidas indiscriminadamente. Algunas cartas entre ella y su amiga Dorothy Freeman señalan sin dudas la existencia de una relación lésbica. En el campo de la Geofísica es muy conocido Allan Cox (1926-1987), un estadounidense que desarrolló la forma de medir los cambios en la alineación magnética de la Tierra. Sus aportaciones fueron cruciales para establecer la teoría de la tectónica de placas. Este investigador tuvo una larga relación con uno de sus colegas, el también geofísico Clyde Wahrhaftig. Ya en la segunda mitad del siglo XX tenemos a Sally Ride (1951–2012), la primera mujer estadounidense en viajar al espacio. Más tarde se convirtió en directora del Instituto Espacial de California en la Universidad de California, San Diego. Sally tuvo una relación amorosa con Tam O'Shaughnessy durante 27 años, según afirmó su hermana Bear. Si nos movemos a las neurociencias encontramos a Ben Barres (1954–2017), investigador que destacó en la descripción de las células gliales. Al nacer fue clasificado como mujer, pero pasó a ser hombre en 1997. Usó su posición en la Universidad de Stanford no solo para hacer investigación en neurociencia sino también para abogar por la igualdad de género. 
En la actualidad hay varias personalidades LGTB que brillan en el mundo científico: los genios de la informática Lynn Conway, Sophie Wilson, Audrey Tang y Jon Hall, el micólogo Richard Summerbell, los matemáticos Robert D. Macpherson y Mark Goresky y la astrofísica Nergis Mavalvala entre muchos otros. 
¿Y qué ocurre en España? 
El caso más famoso en la ciencia española es el de Pío del Río Hortega. Conocido sobre todo por su descubrimiento de la microglía, llamada también "células de Hortega", fue propuesto en varias ocasiones para el Premio Nobel. Por ideología tuvo que exiliarse y siempre estuvo acompañado de su pareja, Nicolás Gómez del Moral. Es importante que se conozca su historia ya que se ha intentado borrar en varias ocasiones. 
Hoy por hoy muchas son las caras visibles de la ciencia en nuestro país que también son LGTB. Algo que te quiero recalcar es que no es conocido ningún caso de promoción en las ciencias por el hecho de ser diferente, quizá todo lo contrario, en general hemos tenido más trabas que bendiciones. Haciendo un repaso rápido, se me ocurre mencionar a la matemática Marina Logares, la ingeniera Carmela González, el astrofísico David Barrado, el inmunólogo Alfredo Corell, el genetista Toni Andreu y los biólogos Susana Rodríguez Navarro y Esteban Ballestar, pero la lista es abultada si hablamos de personas que nos dedicamos a arrebatar secretos a la naturaleza con éxito, aunque nuestra inclinación sexual sea infrecuente. 
¿Qué más da? 
Os quiero, 
Ed. 
PD: Modificado de mi columna en El Español.

viernes, 10 de junio de 2022

Viernes de cerebro y defensas...

Hola a tod@s!
En 2012, mientras Londres organizaba sus Olimpiadas, deambulaba por los tenebrosos pasillos del Wolfson Institute for Biomedical Research de la University College of London con las manos ocupadas con centenares de tubos de laboratorio. Disfrutaba de una estancia sabática en aquel sitio que, en nuestro caso, quiere decir trabajar mucho más duro en una institución extranjera durante un tiempo. Por aquel entonces me empeñaba en buscar una relación directa entre el sistema nervioso central y el inmunológico, es decir, entre el cerebro y las defensas. Los experimentos indicaban que había algo, pero como suele pasar la evidencia se resistía a mostrarse con nitidez. Aquellos datos aún pululan en libretas de notas llenas de interrogantes sin respuestas. Como otras veces tuve que volver a la rutina habitual de mi laboratorio en Madrid y los proyectos en marcha fueron sepultando aquellas ideas que, aunque navegaron, nunca llegaron a puerto. 
Empíricamente parece clara la relación entre lo que produce los estados de ánimos y nuestra salud inmunológica. Generaciones de madres y abuelas nos han advertido de la correlación entre la depresión por un desamor y la aparición de resfriados, catarros y gripes varias. Sin embargo, como no ha existido una comunicación fluida entre neurocientíficos e inmunólogos se ha dificultado enormemente el desarrollo de la Neuroinmunología. Siempre he pensado que hablamos con códigos diferentes y ello ha entorpecido el planteamiento de teorías en conjunto. Mientras que los neurocientíficos estudian los neurotransmisores y las corrientes eléctricas, a los inmunólogos nos gustan los marcadores que distinguen unas células de otras y las moléculas que median una inflamación. Mas recordemos que todo es armonía en la naturaleza. Varios años después de aquella breve incursión mía en el tema, hoy es una verdad sin cuestionamiento que el estrés psicológico modula la acción de las defensas. Sin embargo, las vías que vinculan las redes controladoras del estrés en el cerebro con los “antidisturbios” que nos defienden presentes en la sangre circulante -entiéndase como leucocitos periféricos-, siguen siendo un misterio. 
Hace pocos días un grupo multidisciplinar de científicos radicados en Estados Unidos y Canadá ha dado a conocer los resultados de su estudio sobre el tema. La publicación aparecida en la revista Nature tiene por título (perdonad infame traducción): “Los circuitos motores y del miedo del cerebro regulan los leucocitos durante el estrés agudo”. Según sus datos varias regiones del cerebro son las responsables de la distribución espacial e incluso la activación de los leucocitos (las defensas) en todo el cuerpo durante una situación de estrés. 
Mediante experimentos ingeniosos, siempre en modelos animales, estos investigadores han demostrado que los circuitos motores que, según me explica la neurocientífica y amiga

Laura Otero, tienen su inicio en el cerebro son capaces de inducir una rápida movilización de “antidisturbios” desde el sitio donde se generan, la médula ósea, hacia los tejidos periféricos donde pueden ser útiles para combatir una infección. Pero no sólo eso, algunas regiones del cerebro como el hipotálamo paraventricular sintetizan hormonas capaces de controlar la reubicación espacial de otros “antidisturbios”. Estas reubicaciones de las células defensivas controladas por el cerebro nos indican claramente una relación entre el órgano rector y el sistema inmunológico. Es muy interesante comprobar que el estrés agudo es capaz de reprogramar y dirigir a las defensas hacia el sitio donde se necesitan. Pero también llama la atención el frenado que se produce en las defensas mediado por neuronas en situación de estrés. Esto último es un mecanismo que parece protegernos de lo que llamamos autoinmunidad, fenómeno en el que nuestras defensas nos atacan. Los autores del elegante trabajo que te estoy comentando, van un poco más allá y sugieren que el deterioro de las defensas que se produce en algunos pacientes infectados con virus SARS-CoV-2 se podría explicar de esta manera. 
Como si de magia se tratase, estos resultados muestran que el cerebro modula la acción de las defensas durante el estrés psicológico, calibrando la capacidad del sistema inmunológico para responder a las amenazas que nos encontramos. Pero no es magia, es ciencia.
Os quiero, 
Ed.
PD: Modificado de mi columna en El Español.

viernes, 3 de junio de 2022

Viernes y el largo proceso para establecer una verdad científica.

Hola a tod@s! 
Amanecían los años noventa y el científico en ciernes que era entonces daba sus primeros pasos dentro de un laboratorio. Con movimientos torpes me abría camino en un mundo ignoto del cual no saldría nunca más, o eso espero. En aquellos momentos intentaba con esmero una serie de experimentos que me llevarían a culminar mi primera tesis y, en resumen, mi primer trabajo científico. Entonces fue cuando tropecé con el necesario y largo proceso para establecer una verdad científica. Dos maestros tuve: Hardy y Racmar, nombres pocos comunes para el trópico de donde soy, pero al fin y al cabo nombres propios de dos físicos nucleares que inscribieron con fuego algunas de las reglas que, aún hoy, sigo a pies juntillas. De uno aprendí que varios y diversos deben ser los experimentos que sostengan una verdad; del otro, que la estadística nos ayuda a desenamorarnos de una falsa teoría. Muchos años después, con cambio de siglo incluido, vuelvo a reflexionar sobre el tema y quiero compartir contigo lo que significa establecer una verdad palmaria con la ciencia de por medio. 

¿Es esto tema para mis Viernes? La verdad es que me agotan otros asuntos aparentemente urgentes y al final menos importantes. Sin embargo, puedo y creo que es necesario explicarte por qué cuando un científico habla sobre un tema de manera rotunda parece estar en posesión de la verdad. 
En estos tiempos en los que todos opinamos sobre cualquier tema y todas las sentencias pretenden tener el mismo peso, es conveniente tener en cuenta que algunas “verdades” son personales y otras son producto de la experimentación contrastada y el siempre dinámico método científico. La semana pasada decía que cuando desde la ciencia planteamos un problema a resolver, lo primero que hacemos es intentar una formulación lo más precisa posible de la pregunta, pues muchas veces en ella puede estar implícita la respuesta. Más tarde llega el método científico: un libro en constante renovación usado desde siglos en la experimentación que nos permite resolver las incógnitas y a la vez reproducir cada uno de los pasos que hemos seguido hasta encontrar la solución. En el camino tenemos que tener en cuenta aquella enseñanza que aprendí de Hardy: muchos y diferentes deben ser los ensayos a realizar para demostrar, e incluso refutar, con el menor rango de error posible una verdad. No basta un único experimento para afirmar que una hipótesis deviene teoría que explique un fenómeno. Se necesitan muchos, y diferentes, con la mayor cantidad de aproximaciones y técnicas para dar por válida una sentencia científica. Por otra parte, es preciso echar mano de la estadística y aquí recuerdo a Racmar. Es decir, usar esa ciencia que nos permite ordenar y analizar el conjunto de datos que conseguimos en nuestros experimentos con el fin de obtener explicaciones y predicciones sobre los fenómenos que estudiamos. Si con esto ya te parece que el trecho a caminar es largo y sinuoso, debo decirte que aún estamos por la mitad. Sin tener en cuenta que, en la mayoría de las ocasiones, ocurren imprevistos, falla una técnica, la hipótesis no era del todo válida y, si vives en España, la compra de los reactivos necesarios debe pasar por la autorización burocrática de quien sabe tanto de ciencia como yo de astrología. Hago un paréntesis: no sé nada de astrología. No contentos con lo serpentino que se muestra el camino, hemos de añadir la revisión minuciosa que nos hacemos los científicos entre nosotros de nuestros trabajos. Lo explico, cuando desde mi laboratorio salió el índice de clasificación que permitía predecir la evolución de los pacientes con COVID-19 nada más entrar por Urgencias o cuando establecimos el tiempo de duración de la inmunidad celular de las personas vacunadas con diferentes pautas contra el virus SARS-CoV2, esos datos fueron previamente revisados con lupa por nuestros pares. ¿Quiénes son? Científicos del mismo campo que, por lo general de manera anónima, revisan los ensayos y nos plantean cuestiones sobre las que tienen dudas. Hasta que esas preguntas, que suelen ser muchas, no se resuelven satisfactoriamente el trabajo no ve la luz del gran público. Quizá ahora se entienda la rotundidad con que en ocasiones hablamos y el mal disimulado cabreo que experimentamos cuando, desde la facilidad de una simple conexión a la red, se pone en tela de juicio un trabajo científico usando argumentos aprendidos en dos tuits mientras se desayuna. La infalibilidad no es una característica humana; me atrevo a decir que no existe, por lo que el error es algo contemplado en la ciencia. Por ello buscamos en la repetición y la revisión desde muchos puntos de vista la proximidad a la verdad. Los científicos no solemos opinar, por lo general aportamos conclusiones que son frutos de mucha experimentación contrastada e incluso cuando especulamos buscamos sentar nuestras conjeturas en datos y conocimientos previos. 
Os quiero, 


Ed.

viernes, 27 de mayo de 2022

Viernes de la viruela y la insoportable lentitud de la ciencia...

Hola a tod@s!
Hoy es probable que esperes una información pormenorizada de la alerta que se ha lanzado por la llegada de la viruela del mono a nuestro país. ¿Y qué puedo hacer si no se disponen de datos sólidos para emitir un juicio, no tenemos la suficiente casuística para proponer una hipótesis y, mucho menos, dar un veredicto perspicuo de lo que está ocurriendo? A diferencia de otras áreas, la ciencia necesita el reposo, la perspectiva y el análisis sosegado de los resultados. También se requiere de la experimentación que lleva tiempo, precisa recursos y exige silencio. Dicho esto, me aventuro a responder algunas preguntas sobre la alarma. ¿Qué sabemos de este brote? Algo pero no suficiente alguien diría: nada. La viruela en los seres humanos está erradicada desde hace cuatro décadas, pero la de los monos es endémica en ciertos lugares del planeta como África occidental y central. Aunque se le conoce como viruela del mono, la mayor fuente de transmisión a humanos viene de los roedores que funcionan como reservorios naturales del virus. Por otra parte, no es algo muy desconocido, el primer reporte en humanos data del siglo pasado, con precisión, de 1970. ¿Por qué nos asusta y se ha decretado una alarma? Ha llamado poderosamente la atención que la mayoría de los casos identificados en Europa se restringen a varones que han mantenido relaciones homosexuales. Sin embargo, aún no hay indicios claros que se contagie por encuentros sexuales, de hecho se habla de transmisión por el aire y fluidos. Así que empecemos por evitar el estigma y no repitamos lo ocurrido con VIH/SIDA. En cuanto a los síntomas, estos son muy evidentes e incluyen lesiones o erupciones cutáneas infrecuentes que se han observado alrededor de la zona genital en los infectados identificados. Las lesiones cambian de aspecto con el tiempo y pueden recordar a la varicela o la sífilis. Al final se formará una costra que terminará sanando. Los pacientes también muestran síntomas típicos de una infección viral como fiebre, escalofríos, dolor de cabeza, dolores musculares, dolor de espalda, fatiga extrema y, a diferencia de la viruela humana, ganglios linfáticos inflamados. Es curioso que los afectados sigan dando positivo en PCR cuando ya han dejado de tener síntomas. Salvo giros de última hora, se especula que todo quede en un brote puntual y la explicación esté en la pérdida de inmunidad debida a la desaparición de la viruela humana. En España ya se ha logrado secuenciar y se afirma que la variante que circula es la menos dañina. De cualquier manera, contamos con una vacuna que podría ser efectiva y antivirales que se han probado en este contexto con éxito. Pero queda aún mucho por estudiar. 
¡Qué lentos sois! quizá sea la exclamación que surca tu pensamiento; mas en las prisas está la equivocación y, no será la primera vez que diga: “la ciencia se cuece a fuego lento y en el silencio de un laboratorio en penumbras”. Cuando se plantea un problema a resolver, lo primero es intentar una formulación lo más precisa posible de la pregunta porque en ella puede estar implícita la respuesta. Luego viene la implementación de una metodología que nos permita resolver las incógnitas y a la vez reproducir cada uno de los pasos que hemos dado. Por el camino se suceden los fracasos en las hipótesis, los fallos en las observaciones, los imprevistos técnicos y el etcétera nunca finito de vicisitudes. Al final puede que encontremos una luz o una tapia a derribar que nos haga replantearnos las preguntas iniciales. Y si, cosa rara, el éxito encumbra nuestros experimentos, llega la comprobación y el cuestionamiento riguroso por nuestros iguales para dar por válido un dato científico. Esta y no otra es la razón primera de nuestra supuesta lentitud. Esta y no otra es la energía que nos alimenta para defender nuestras posiciones ante las opiniones que se vierten, con la ligereza, por quienes pasean por una red social y sólo tienen en su curricula una conexión a internet. 
Os quiero, 
Ed.

viernes, 20 de mayo de 2022

Hola a tod@s! 
En una semana en la que es una realidad palmaria que soy un señor mayor: ya puedo decir que soy académico, es decir, me consideran lo suficientemente viejo para ocupar un puesto en la Academia de Ciencias de América Latina, la noticia que sobrevuela el planeta es la re-aparición de la viruela en su versión simia. Pero hoy no hablaré de eso. Prefiero centrarme en algo más intangible e intentar responder a la pregunta: ¿Somos una civilización desarrollada? 
Cuando hablamos de progreso se torna difícil establecer una medida sólida que nos permita evaluar el punto en el que estamos. Esto ocurre porque nuestra única referencia es la propia historia de la humanidad. Hoy podemos decir que la civilización ha avanzado con respecto a lo que éramos en el medioevo, cuando la revolución francesa o en 1945; sin embargo, no tenemos un punto de comparación externo. Decimos que Europa y América del Norte son más desarrollados que África por la existencia de parámetros medibles y la subsecuente comparación. Pero, ¿y como civilización? 

En esta época en que, a pesar haber avanzado en la erradicación del hambre y la miseria extrema en comparación, se augura un retroceso debido a la proliferación de nacionalismos, extremismos de colores variados, guerras inconcebibles y violencia digital, es quizá conveniente evaluarnos como especie, medir nuestro alcance y, fundamentalmente, reconocer el camino por recorrer. 
Conversando recientemente sobre el tema con Carlos, el chico de Kansas, recordamos aquella escala que propuso el astrofísico ruso Nikolai Kardashev en 1964 para medir el progreso de una civilización. De entre todas las variables posibles a tener en cuenta, Kardashev escogió el consumo de energía y la capacidad de su obtención como parámetro de desarrollo. En vez de centrarnos en elementos tan específicos como el crecimiento de la población, el ascenso y la caída de los imperios o incluso la capacidad tecnológica para movernos, el quid de la cuestión está en la energía. A medida que la humanidad se ha extendido y avanzado, la capacidad para aprovechar la energía ha devenido una de nuestras habilidades más útiles. Parece ser evidente que el consumo energético de una especie es una buena medida aproximada de su destreza tecnológica. Según la escala creada por el astrofísico, las civilizaciones se clasifican en tres tipos: planetarias, estelares y galácticas. Una especie de tipo I es capaz de captar y consumir la energía en una escala igual a la cantidad que llega a su planeta de origen. Las especies de tipo II aprovechan la energía en la escala de su estrella de origen, y las de tipo III pueden beneficiarse de toda la energía de la galaxia en las que está. Posteriormente se añadieron los tipos IV y V; además el divulgador Carl Sagan sugirió que la escala fuera continua. Entre más energía sea posible utilizar, mayores serán los desafíos que se puede plantear la civilización e, incluso, mayor será la protección que puede tener frente a catástrofes naturales como el choque del planeta contra un cuerpo celeste errante o la ocurrencia de fenómenos sísmicos. 
Probablemente te haya picado la curiosidad y te preguntes: ¿qué tipo de civilización somos? Quizá la respuesta te decepcione, pero un bañito de realidad es, de vez en cuando, conveniente. A pesar de que los humanos usamos una enorme cantidad de energía, no llegamos ni siquiera a calificarnos como una civilización de tipo I. Comparando lo que nos llega con lo que aprovechamos aún estamos en tipo O. En el caso de que usemos la escala continúa de Sagan, nos situamos en un 0.73. Recordemos que por mucho Twitter e Instagram que utilicemos no dejamos de ser un grupo de primates que hemos evolucionado. Actualmente las fuentes primarias de energía son: los combustibles fósiles, la nuclear y un conjunto que llamamos renovables. Para llegar a ser una civilización de tipo I se tendrían que optimizar los procesos de obtención y almacenamiento de energía, objetivo que podría ser logrado si le damos prioridad. Mas, ¡cuidado! Ya sabemos que la quema de los combustibles fósiles nos está llevando a un cambio climático y hay que tener en cuenta que para convertirnos en una civilización tipo I debemos seguir existiendo, como premisa. De acuerdo con un estudio reciente sobre las limitaciones de las fuentes energéticas que usamos se calcula que, evitando una crisis ecológica, es posible que la humanidad alcance un nivel I en 2371. Sin embargo, como a mí quizá te ronde una duda: ¿Es estrictamente necesario el aumento de consumo energético para realizar un salto importante en el desarrollo? Puede estar claro que los modernos procesos industriales, los desplazamientos, el tráfico de información, etcétera cada día demandan más gasto energético. Sin embargo, también es cierto que estamos asistiendo a avances en el campo de la computación donde el consumo de energía se optimiza e incluso se reduce sensiblemente. 
Es probable que como especie logremos aplanar el uso de la energía sin menoscabar el avance tecnológico que nos permita evolucionar a esas civilizaciones imaginadas en las que se dominan los eventos naturales, se colonicen planetas ignotos y, por qué no, entremos en contactos con otras civilizaciones. Ojalá así sea…
Holden, ¡Gracias! 
Os quiero, Ed. 
PD: Modificado de mi columna en El Español.

jueves, 12 de mayo de 2022

Viernes... con más preguntas que respuestas.

Hola a tod@s!
En los tiempos de la información inmediata, del hoy y del ahora, se torna difícil entender la aparente lentitud de la ciencia al dar respuestas a las preguntas urgentes. En más de una ocasión he dicho que toda investigación científica se cuece a fuego lento y en las penumbras de un laboratorio sin ruidos. Pero, esto parece ser un pasado idóneo que no volverá. Cuando los resultados del último artículo científico sobre la COVID-19 que hemos publicado se refieren a una comparativa entre las diferentes vacunas aplicadas en España y aún no hemos terminado la experimentación para describir los efectos a medio plazo de la tercera dosis, es apremiante saber si se necesita una cuarta dosis, correlacionar o no la alarma de hepatitis infantil de origen desconocido con la pandemia, si se debe volver al uso de la mascarilla y el etcétera que sabemos abultado. Quizá te suene a justificación y el propósito real es explicarte que, en ocasiones, no por mucho correr se llega antes. Mas, vayamos por partes. 
Los anticuerpos producidos debido a la última dosis de la vacuna o por el hecho de haberte contagiado tienen fecha de caducidad. Entre cinco y seis meses después del evento los niveles son ínfimos. Esto hace que la protección inmediata frente a la infección por el virus SARS-CoV-2 disminuya. De cualquier manera no todo es oscuro, recordemos que existe la inmunidad celular que, aunque tarda un poco en activarse, nos defiende y fundamentalmente reduce la gravedad con la que puedes cursar la infección. Según varios estudios, incluido uno de cosecha propia, este tipo de defensa está presente al menos hasta los siete u ocho meses después de la vacunación y suponemos que quizá sea igual en caso de la infección, pero no lo hemos confirmado. Con estos datos en las manos es posible recomendar aplazar una cuarta dosis de la vacuna más allá del verano en la mayoría de la población. Sin embargo, existen dos grupos a los que debemos analizar por separado: los inmunodeprimidos y los mayores de 80 años. En los primeros la recomendación será caso por caso e irá de la mano de su médico. En los segundos, nuestros mayores, habrá que ir con paso de plomo. En el aire se respira el temor de una fatiga inmunológica debida a la exposición repetida y en un espacio corto de tiempo a un estímulo, es decir, la vacuna. Este fenómeno podría inducir la no respuesta de sus defensas frente a otros patógenos, lo cual los haría vulnerables a otras infecciones. Sin embargo, no está clara su ocurrencia en este contexto y deberíamos pensarnos muy bien si dejar a esta población tan frágil sin protección frente al virus es la mejor opción. Lo que sí tengo muy claro es que no debemos eliminar el uso de las mascarillas cuando nos relacionamos con los ancianos de esas venerables edades; con esta acción reducimos su exposición a este y otros virus que pueden comprometer su salud. 
Ahora, tal y como diría una persona muy querida, hago un “twist” y caigo en un tema realmente preocupante a la par de desconcertante: la alarma de hepatitis infantil de origen desconocido. ¿Qué tiene que ver esto con la COVID-19? quizá sea la pregunta que te ronda. Te insto a seguir leyéndome para contestarla. 

Mucho se está hablando de ello y realmente poco se conoce del fenómeno en cuestión. No es rara la existencia de hepatitis infantil de esta índole; la alarma viene dada por el número de pacientes que se están contabilizando en varios países. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) cada día se reciben decenas de informes sobre posibles casos de hepatitis infantil de origen desconocido. Con una actualización a fecha 1 de mayo se registran 228 afectados, pero la cifra va en constante aumento. Por ahora, la mayoría se han notificado en Europa, especialmente en el Reino Unido. En España, hasta el viernes 29 de abril, el Ministerio de Sanidad había detectado 22 casos, 16 de ellos en menores de 11 años y, aparentemente, estos enfermos no tienen vínculo epidemiológico entre ellos. Existen varias hipótesis que intentan dar una explicación a lo que está ocurriendo. Por una parte se especula con una baja exposición de los niños a distintos patógenos comunes que les refuerzan su sistema de defensa. Quienes apuestan por esta hipótesis se basan en la poca interacción que ha tenido esta población debido a las restricciones por la pandemia, en especial el uso de la mascarilla. Sin embargo, sabemos que el uso de las mascarillas en los niños no ha sido obligatorio en todas las edades por lo que no me inclino a dar por válida esta opción. Tampoco es muy creíble un efecto secundario de las vacunas contra la COVID-19, ya que parte de estos niños no habían sido vacunados aún. Una tercera posibilidad está en la coinfección por adenovirus y el SARS-CoV-2. Los adenovirus por sí solos no suelen causar cuadros de la gravedad que se está observando. Hasta el momento se tiene la certeza que 19 de los casos reportados presentan la coinfección que te mencioné. Por lo que me inclino a pensar que existe otro factor en la ecuación por resolver. ¿Será una de las variantes del SARS-CoV-2? Aunque no se descarta la existencia de un nuevo tipo de adenovirus, dadas las circunstancias pandémicas que vivimos no es descabellado pensar en una “cooperación” entre un adenovirus y la variante Omicrón que prevalece. Por lo pronto hemos planteado un estudio del estado inmunológico de estos niños y su posible relación con una infección previa con el SARS-CoV-2, un proyecto en ciernes que surgió como surgen las cosas en estos tiempos de la información inmediata: por una conversación vía Whatsapp con la persona que más sabe en España de hepatología infantil, la doctora Paloma Jara. Ambos reconocemos que es un reto para la inmunología lo que está sucediendo y, sobre todo, una urgencia que nos quita el sueño.
Os quiero, 
Ed.

viernes, 6 de mayo de 2022

Viernes... con mezcla de proyectos

Hola a tod@s!

Con menos incidencia de la COVID-19, aunque sin haber resuelto la pandemia, los laboratorios vamos rescatando aquellos proyectos detenidos por la urgencia del virus emergente. No es un secreto que el cáncer –y en especial la metástasis– son otras pandemias permanentes que nos preocupan y ocupan. En ese sentido es gratificante comprobar que poco a poco se van conociendo trabajos dirigidos a identificar la diana a la que debemos apuntar para acabar con ese emperador de todos los males y sus indeseadas derivadas. 
Mi Viernes de hoy lo dedico a realizar un repaso rápido por algunos hitos que se han producido en los últimos días en este campo. En la época pre COVID -quizá sea conveniente comenzarla a llamar por algunas siglas ¿propuestas?- una de las grandes esperanzas para combatir varios tipos de tumores era la llamada inmunoterapia con anticuerpos contra los inmunocheckpoints. Cuando un tumor comienza a crecer, los antidisturbios locales, es decir, las células del sistema inmunológico cercanas, y otras que acuden desde el torrente sanguíneo intentan eliminarlo. Sin embargo, la lucha entre nuestras células defensivas y las tumorales puede terminar en una especie de reeducación de las primeras, momento en que dejan de defendernos e incluso colaboraran con el cáncer. Este proceso de “corrupción” es el objetivo de estudio de muchos investigadores, entre quienes me cuento. El fascinante mundo de la tumor-inmunología, tándem aparentemente complicado de pronunciar, pero precioso en su interior, escudriña los entresijos de esa extraña relación. 

La idea es sencilla: hay que hacer que las defensas eviten el avance de los tumores. Durante un proceso tumoral una gran cantidad de cánceres logran atraer a sus filas a los “policías” que vigilan el cuerpo humano. La clave está en evitar o revertir esa “corrupción policial”. En la realidad celular y molecular, las células cancerígenas expresan en su exterior unas moléculas que, al interactuar con las defensas, hace que estas últimas dejen de luchar contra el tumor y caigan en un estado de cansancio que les impide actuar como es debido. Al estudiar esta especie de negociación entre los criminales —células del tumor—, y los policías —células de la defensa—, cada día encontramos nuevos factores que nos ayudarán a bloquear ese cansancio inducido en las defensas humanas y restablecer su lucha. Los elementos implicados en este fenómeno se llaman immunocheckpoints. Si quisiéramos traducirlo, sería algo así como puntos de control inmunológico, pero la realidad es que el término anglosajón es más manejable y, sin menospreciar la riqueza de nuestra lengua, en este caso me pliego a usar la palabra concisa que importamos del latín actual, es decir, el inglés. Entre los immunocheckpoints, el más popular actualmente es el PD-1, y las terapias que lo involucran han tenido gran éxito en más de un tipo de tumor. Sin embargo, siempre hemos sospechado que PD-1 no es él único. 
Recientemente, algunas investigaciones realizadas en mi equipo apuntan hacia otro immunocheckpoint con posibilidades terapéuticas. Esta vez es una molécula bautizada como SIGLEC-5. Su aparición en tumores de colon y pulmón se correlaciona con la malignidad del mismo, así como con un peor pronóstico para el paciente. Además, cuando se bloquea con anticuerpos específicos se logra reactivar la respuesta anti-tumoral ¿Estaremos frente a una nueva inmunoterapia útil en estos tipos de cánceres? Especulamos que así es, pero aún es temprano para afirmarlo. En manos de mi doctoranda Karla Montalbán-Hernández están los experimentos adicionales para demostrar su utilidad clínica. 
En una línea diferente pero también usando el sistema de defensa, unos científicos del Instituto Sloan Kettering, de Nueva York, han descubierto un nuevo tipo de “soldado antidisturbios” que pertenece a la familia conocida por el nombre de “células asesinas” pero con atributos especiales. Hasta ahora, las células asesinas que en realidad llamamos NK por sus siglas en inglés, Natural Killers, sabíamos que eran capaces de eliminar los tumores si se daban un número importante de condiciones. Pero, esta nueva subpoblación identificada puede hacerlo sin tantas prerrogativas; además tienen la capacidad de no “cansarse” cuando aparecen los immunocheckpoints de los que te hablé más arriba. Usar estas células para dirigirlas hacia tumores de difícil acceso parece ser una opción posible. Por ahora funciona en modelos animales, mas es una puerta que se ha abierto para el tratamiento de tumores sólidos. 
Por último, quiero volver a Europa y comentarte que un grupo mixto de investigadores holandeses y españoles ha dado con una estrategia para eliminar las células madres de cáncer de colon sin dañar aquellas que no son malignas. Eliminar las células madres tumorales es un sueño médico, en la mayoría de los casos son ellas las responsables de la metástasis y, además, son resistentes a los tratamientos estándares. Los experimentos publicados han sido realizados en organoides, es decir, pequeños órganos que se obtienen de biopsias de pacientes que replican con precisión las características reales del órgano original, en este caso el colon. He aquí un gran avance que, a la espera de más investigación, muestra otro camino para acabar con esa plaga que azota a la humanidad desde sus prolegómenos. Me reitero en lo muchas veces dicho, no es magia es ciencia.
Menuda la que se armó en twitter por decir que sigo usando las mascarillas en el gym y el cine.
Os quiero, 
Ed.
PD: Modificado de mi columna en El Español.

miércoles, 27 de abril de 2022

Viernes de un mensajero apunta al corazón; y no es Cupido.

Hola a tod@s! 
Decía Bécquer que no se tiene corazón por aquello de sentir sus latidos. En ese caso sólo podemos decir que tenemos “una máquina que al compás que se mueve hace ruido”. No seré yo quien contradiga al poeta, mas la realidad es que ese pequeño músculo que se contrae rítmicamente nos mantiene vivos, aún cuando una depresión amorosa se apodera de nuestro ser. Este Viernes lo dedicaré a ese cúmulo de células que ha confundido a científicos y poetas. 
Sabemos que los llamados ataques al corazón representan alrededor del 85 % de los 18 millones de fallecimientos por enfermedades cardiovasculares en el planeta. Esto ocurre cuando el flujo de sangre oxigenada se obstruye repentinamente en una o más de las arterias coronarias que abastecen al músculo cardíaco. En ese momento, una sección del músculo no puede obtener suficiente oxígeno y, si el flujo de sangre no se restablece rápidamente, las células que componen el corazón mueren; un proceso que, por ahora, es imposible revertir. 

Aparentemente nacemos con un número determinado de células musculares en el corazón y son exactamente las mismas con las que moriremos. Por ello encontrar un tratamiento que pueda “convencer” a las células supervivientes de un ataque cardíaco de que proliferen para sustituir a las muertas es un sueño científico de infinitas aplicaciones en la medicina. Supongo que llegados a este punto te preguntarás: ¿Y todo esto a qué viene en una semana donde nos estamos quitando la mascarilla, aunque la pandemia continúa? 
Vayamos por partes. Con la pandemia de la COVID-19 se ha dado un salto cuántico en la aplicación de la tecnología que involucra el ARN mensajero –mRNA en sus siglas inglesas– para hacer que algunas células del cuerpo produzcan proteínas del SARS-CoV-2 y, de esta forma, nuestras defensas las encuentren y generen anticuerpos contra este virus sin la medicación de una infección. Vale la pena aclararte que lo de mensajero se podría explicar porque lleva el mensaje necesario para que haga una acción. Estaba meridianamente claro que esto no se quedaría en una única aplicación, es decir, las vacunas. Las mentes científicas, siempre inquietas, van más allá y ahora se prevé una revolución en el campo de la cardiología usando los mismos conceptos y herramientas. Por estos días un equipo de científicos en el Reino Unido ha utilizado la misma base tecnológica de las vacunas de mRNA contra el SARS-CoV-2 para incitar el crecimiento de tejido sano cardíaco luego de un episodio de infarto. Según nos cuentan, al inyectar algunos mRNA precisos se puede lograr que el tejido dañado se regenere, evitando una evolución hacia la insuficiencia cardíaca de fatales consecuencias, algo que frecuentemente ocurre luego de un infarto. Parece magia, pero no lo es. Como siempre te aclaro: es ciencia. Aunque aún es extremadamente preliminar, este estudio va indicando el camino a seguir para tratar dolencias que anualmente arrebatan la vida a millones de personas. 
En este sentido otro equipo, esta vez estadounidense, está atacando el mismo problema usando la misma tecnología, pero desde un ángulo diferente. Ellos ambicionan solucionar una complicación derivada de los ataques de corazón que denominamos fibrosis cardíaca. Este proceso se puede entender como la cicatrización de una lesión en el corazón que afecta la correcta función del órgano. La idea involucra, además, la inmunología. Te explico: Se diseña un mRNA capaz de transformar algunas células de nuestras defensas en verdaderos agentes terapéuticos que van a eliminar esa fibrosis cardíaca generada después del infarto. Los ensayos en modelos animales apuntan a una reducción significativa de la fibrosis y, por consiguiente, una mejora evidente de las funciones del corazón. Con anterioridad se había postulado y probado la misma idea, pero sin usar un mRNA. Esto implicaba extraer sangre de los pacientes que han sufrido un infarto, modificar algunas de sus células del sistema de defensa, lo que llamamos sistema inmunológico, y luego incorporarlas al cuerpo del paciente para que sean capaces de reconocer y eliminar la fibrosis del tejido cardíaco. El avance significativo al usar un mRNA consiste en que no sería necesaria la extracción de la sangre ni la transformación de las células fuera del paciente. En este caso, una inyección con los mRNA adecuados convertiría temporalmente al propio cuerpo en una fábrica de células inmunológicas que reconocerían y atacarían a la fibrosis. En resumen: un mensajero apunta al corazón; y no es Cupido. Debo decirte que estos datos son muy prometedores, mas sólo se han probado en modelos no humanos. Aún queda mucho campo por andar y ciencia que financiar para convertirlo en una realidad; porque la ciencia es cara, pero da réditos. 
Os quiero, 
Ed. 
PD: Modificado de mi columna en El Español.

sábado, 23 de abril de 2022

Viernes... con confesión por Semana Santa

Hola a tod@s! 
Con la lluvia de siempre, pero sin las prohibiciones de los últimos dos años, esta semana ha vuelto a ser santa para regocijo de creyentes y seguidores de tradiciones. Las calles de muchas ciudades se llenan de procesiones. El aire trasmite sentidas saetas que provocan lágrimas tanto en devotos como en personas sin credo católico que se emocionan ante un acto de fe. Desde mi ya conocido ateísmo quiero hacer un alto en la divulgación científica de cada sábado y hacerte una confesión. Mas eso será adelante. Primero me gustaría centrarme en esa eterna disyuntiva que tantas discusiones me ha ocasionado: ciencia versus religión. 
Reconozco que en el pasado cercano he sido un febril defensor de la ciencia como única vía para explicarnos el universo y las relaciones sociales. Más de una vez le justifiqué a mi suegra de entonces el ateísmo con la simple sentencia: “No necesitamos a un Dios para estar acompañados, entender el universo, ni vivir”. No tengo que decirte que estas aseveraciones tajantes me han granjeado varios malentendidos y alguna que otra descalificación. Mas mi consciencia se lustra con el hecho de haber leído no una, sino varias veces el sagrado libro que muchos mencionan, pero pocos han estudiado en profundidad: la Biblia.
Desde niño me intrigó el hecho de que varias generaciones tuvieran por guía espiritual un texto escrito hace un par de milenios. Ya en mi juventud universitaria y con la organización mental que me caracteriza, busqué en mis repetidas lecturas de la Biblia un mensaje para el pichón de científico que en aquel momento era. Escudriñé cada arista del Antiguo Testamento para encontrar alguna clave; me hubiese conformado con un “la vida son dos serpientes que se retuercen entre sí” o “no podrás competir con un rayo”, la primera dando a entender que la existencia conocida tiene su base en dos hebras de ADN que se entrelazan, mientras que la segunda se referiría a la imposibilidad física de superar la velocidad de la luz. Mas no fue posible, no encontré ningún mensaje claro para mí. En algún momento tuve como proyecto retomar mi pesquisa usando una versión en hebreo o quizá en latín del sagrado texto. Ya sabemos que las traducciones suelen ser versiones libres y las sutilezas se pierden en el camino. Al final desistí. Con los años me fui rodeando de colegas científicos donde predominaba el ateísmo o cómo mucho la simpatía con un sentimiento agnóstico. Sin embargo, cuando me salía del club la diversidad se expandía y las discusiones desde puntos de vista divergentes se fomentaban. Según algunas estadísticas que habría que tomar con precaución, el 83 % de la población declara creer en algún Dios, el 12 % supone la existencia de un gran poder, aunque no se lo asigna a una deidad y tan sólo el 4 % dice ser ateo. Estas cifras cambian drásticamente cuando vamos a la comunidad científica, en este caso el 33 % dice reconocer la existencia de un Dios frente a un 41 % que niega cualquier tipo gran poder. Es curioso que el sentimiento religioso va disminuyendo con la edad entre los científicos, rozando el 50 % de ateísmo puro en mayores de 65 años. Sin estadísticas disponibles para sentar cátedra, me aventuro a decir que justo lo contrario ocurre en la población general. Dejando los números a un lado vayamos a las preguntas esenciales, esas que nos planteamos cuando estudiamos filosofía. ¿Qué haría un Dios para recordar su existencia a su creación? Este cuestionamiento me ha perseguido toda mi vida. Poco a poco y luego de mucho pensar llegué a la conclusión de que, de ser Dios, dejaría mi impronta en lo ínfimo y lo enorme. Mi firma saltaría a la vista de quien no me busca, pero intenta revelar los secretos de la naturaleza. 
Ahora es cuando viene mi confesión de Semana Santa, la duda que hace tambalear mi ateísmo casi furibundo. Esa vacilación en mis principios tiene forma de número, un número irracional: te hablo de Pi. El archiconocido se define como la razón entre la longitud y el diámetro de una circunferencia. Pero sabemos que es mucho más que eso. Este número infinito aparece en las relaciones matemáticas que describen procesos del mundo cuántico y también en las proporciones astronómicas, en otras palabras, es una impronta en lo ínfimo y lo enorme. Por citar, el período de oscilación de un péndulo es dos veces Pi; cuando estudiamos la probabilidad de ocurrencia de un evento y establecemos una función para describirla sale el número Pi; en las llamadas series infinitas Pi es protagonista… y así un largo y abultado etcétera. Confieso que aquí las dudas me embisten, arremeten contra la línea de flotación del buque que alberga mis principios. Luego analizo y busco el razonamiento que intenta explicar la sinrazón, aunque debo admitir que otros científicos han tenido un proceso similar. He aquí mi regalo por Semana Santa: un titubeo que encuentra su lugar en el centro del raciocinio. No todo es blanco y negro, existen los tonos grises y somos más sabios cuando cuestionamos las bases, siempre desde la lógica. 
¿Y la controversia ciencia versus religión?, te preguntarás. No hay controversia posible, la una sigue un método, en permanente renovación, para buscar hipótesis que se conviertan en teorías que logren explicar un fenómeno. La otra es un credo personal que no tiene discusión. 
Os quiero, 
Ed. 

PD: Modificado de mi columna semanal en El Español.

viernes, 28 de enero de 2022

Viernes... corto y de poca paciencia

Hola a tod@s! 
No se cuenta entre mis virtudes ser paciente. “Una tesis se hace en 4-6 años”… yo en dos. “Para saltar de la Física Nuclear a la Inmunología necesitas otra década de estudios”… pues no. “Debes guardar luto durante un año cuando sufres un desamor”… ¿quién merece 12 meses de mi vida si ha decido echarme a un lado? 
Por lo general es difícil entender la celeridad, en cambio a mi se me torna insoportable la lentitud. Con los años he aprendido que la ciencia, por ejemplo, se cuece a fuego lento. Las interacciones con amigos, conocidos, colegas y amores me han hecho respirar hondo y asumir que para los demás el tiempo necesario es otro. Irremediablemente tengo que adaptarme, pero cuesta. A veces me da la sensación que las personas que me rodean planean vivir diez vidas, miles de años… ¿no se han enterado de la insufrible prontitud de la existencia? Si fuera Kundera hubiese escrito La Impaciencia. 
Os quiero, 
Ed.
PD: Bienvenido Holden!