Hola a tod@s!
Hace 70 años, quizá el más europeo de los nacidos en este continente se quitaba la vida en el sur del planeta, allá por Brasil, donde escribió su última novela y su nota de despedida. Stephan Zweig decidió dejar de existir porque su amado continente se autodestruía en una guerra sin sentido. Hoy no tenemos guerra en el suelo europeo pero sí estamos destruyendo lo que queda de este pedazo de tierra que tantas cosas buenas y malas ha parido. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué lo permitimos? La Europa de hoy mira con descrédito el rictus gélido de una Merkel que se cree salvadora de no sé qué, e impone medidas que funcionaron en Alemania pero no son prácticas en otras latitudes. Los que vivimos en Europa estamos petrificados frente al mal equilibrismo que practican aquellos que toman el mando, por muy pequeño y breve que sea este. Y nadie, vuelvo y repito, nadie recuerda lo que dijo el propio Zweig con respecto al poder: “La primera muestra de una auténtica vocación política lo es, en todo tiempo, que un hombre renuncie desde el principio a exigir aquello que es inalcanzable para él”. En días como los que corren y en especial para quienes viven en este pequeño continente que otrora fue grande, recomiendo leer “El mundo de ayer”. Con este libro, y desde el calor del Caribe, conocí qué y quién fue Europa, desde la lente de uno de sus grandes. Quizá sea interesante, en la época del libro electrónico, el whatssap, Facebook y las quejas constantes por tener que hacer lo que se quiere y se debe, volver la vista atrás y aprender un poco sobre lo que subyace en todo este entramado que hoy se auto palea.
Cambiando de cuerda, otras cosas han ocurrido que llamaron mi atención, tantas que la selección se vuelve azarosa y hasta a-científica. Un amigo asume un cargo de importancia entre vaivenes y cotilleos innecesarios, otra amiga se siente indecisa frente a una oferta de ascenso, los Goyas coronan a los malvados, las reformas gubernamentales provocan movidas en la calle, la policía reacciona desproporcionadamente, los estudiantes hacen suya una causa, la oposición aprovecha el filón y yo cansado de todo esto me voy al Real y disfruto de algo extraordinario. Aquí me detengo, me quedo con esto último… para quienes no lo conozcan, el Teatro Real de Madrid tiene el peor programa de danza que se puede aspirar en su rango. Allí entre ópera y ópera suben a escena malos espectáculos de danza con grandes artificios. Pocas veces se siente la vibración de un “bravo” merecido por un bailarín que lo da todo en el coliseo madrileño. Pero siempre hay un bautizo hasta para el más recalcitrante de los ateos y esta vez la responsabilidad cayó en Danza Contemporánea de Cuba. Rara vez se puede decir, sin temor a exagerar, que algo es extraordinario. En Madrid tuvimos la oportunidad de presenciar una compañía de danza que sólo acepta este epíteto: extraordinaria. Haciendo realidad aquella máxima de la isla de donde vienen: “o todo o nada”, la compañía muestra, en cada segundo, su poderío físico y su inigualable técnica. Nunca un movimiento es inacabado, jamás una suciedad empaña la fluidez y sobre todo, brilla la fortaleza de quien no tiene que aparentar para ser. Quizá se pueda decir que esta agrupación merezca la presencia de otros coreógrafos, pero nadie podrá bajarla ni un milímetro de lo más alto. Una vez dije que “The Neetherland Ballet” era la mejor compañía del mundo, me equivoqué. Y por hoy basta… me voy a la calle, a disfrutar de esta primavera en ciernes que abraza la ciudad donde vivo.
Os quiero,
Ed.
PD: Shelly… te espero el lunes.