Primero fue mi padre, confundía las noches con los días, dejó de recordarme y una noche su corazón se detuvo. Luego fue mi madre, un ictus y muchos años de enfermedades no bien cuidadas acabaron con la vida de la persona que más me ha querido. Ayer fue mi hermana, mi única hermana.
Llevábamos sin vernos desde el siglo pasado, desde que partí en busca de otra vida sin saber que, aquello que se quedaba atrás, nunca volvería. Éramos diferentes, siempre funcionó como la madre que regañaba, la que ponía disciplina. Se empeñaba en que hiciera las cosas bien, revisaba mi ortografía, me corregía los pasos de baile: “Marca, Edua, marca. Si no marcas no parece que sepas bailar”. Por ella conocí a los Beatles, prohibidísimos en aquella Cuba en la que crecí, y a la Lupe con su “Teatro… lo tuyo es puro teatro”. La odiaba por su estricto sentido del orden, todo organizado, todo clasificado, todo en su sitio… ¿la odiaba? Ahora me percato que eso lo heredé de ella, soy organizado, todo lo clasifico, todo quiero que esté en su sitio. Nunca la llamé por su nombre, cuando apenas sabía hablar ella era “nana”, luego supieron que quería decir “mihermana” así, como si de una sola palabra fuera. ¿Dije que éramos diferentes?, sí lo éramos, pero quizá no tanto. A ella no le gustaba la música clásica, pero a los dos nos encantaba bailar y bailar bien. No era aficionada a leer, pero los dos nos moríamos por una buena bola de helado, mejor si eran cinco y de diferentes sabores… y ya hoy no está. La COVID-19 acabó con su respiración.
Hace un par de semanas me dijo que se había infectado. “No te preocupes, cuídate, pero tienes dos vacunas puestas, seguro que lo pasas leve”. Ella estaba optimista, algo raro en “mihermana”, incluso, hasta alegre. Todos los días me mandaba un mensaje diciéndome cómo estaba. “Tengo fiebre, 37.5” me escribía, a lo que respondía, “no es fiebre, no temas”. Pero el domingo dejó de escribir, el martes supe que llevaba un par de días en un banco del hospital con vómitos y diarreas, no había camas para ingresarla… se deshidrataba. “Nada que no se pueda resolver con varios sueros” pensé. Un día después me dicen que su saturación era mala. ¡Sesenta porciento de saturación! Entonces ya me imaginé lo que iba a suceder. Moví tierra y mar para que se la llevaran a una UCI, toqué todas las puertas que pude y las que tenían mis amigos… pero no lo logré. Hablé con la médica que la atendía, “no cumple los criterios internacionales para entrar en cuidados intensivos” me dijo y seguro estoy que cruzaba los dedos sin que nadie la viera. Murió horas después de escucharme al teléfono, me dijo “mi hermano” y algo más que quiero pensar fue un “te quiero”.
Siempre pensé que “mihermana” no había conocido el amor, tenía un carácter duro que la hacía insoportable en sus momentos álgidos. Me equivoqué, a su lado tuvo en todo momento a un hombre que, eso de tener el océano y una dictadura por medio no me permitió conocer. Su esposo, alguien que horas después de fallecer ella me susurraba al teléfono palabras preciosas. Con la calma de quien ha sabido vivir me dijo: “Tu hermana era mi vida, mi viejita linda. Cuando se ponía a discutir, yo la abrazaba y se calmaba. Se fue tranquila, contenta de haber hablado con su hermano. Era mi vida”. Unas frases que me re dimensionan a “mihermana”, su sosiego me inundó. No murió sola, tuvo una mano querida sosteniéndola. Antes de colgar añadió: “siempre esperaba, esperaba una llamada tuya o de su hija”. Y así la quiero recordar, esperando mi llamada, la de su único hermano. Esperando la llamada de su hija, su única hija. Ambos fuera de aquella Isla Metafórica, lejos para buscar una vida digna, empeñados en hacernos un futuro sin pensar en el sufrimiento que generamos en los que se quedaron y no pudieron abrazarnos antes de morir.
Os quiero,
Ed.