Probablemente la cercanía al Orgullo Gay me ha hecho recordar a un profesor de literatura de mi bachillerato, llamémosle Roberto. Aquel excelente pedagogo se ganaba a pulso cada uno de sus estudiantes. A los que nos gustaba leer nos engatusaba con citas clásicas y anécdotas ficticias de sus imaginarios encuentros con los grandes de las letras cubanas. Para los que un libro no era más que un montón de hojas con letras, buscaba otro camino. Al final se los metía en el bolsillo usando chascarrillos, siempre literarios, y comparaciones traídas por el pelo en las que podía rescatar a Ulises de la Odisea y situarlo en el peor de los solares de la isla metafórica, eso sí, tambor en mano. Roberto te enseñaba literatura quisieras o no. La novela, el cuento, el verso te entraba en el cerebro para quedarse de por vida. Era un gran maestro, sólo tenía un defecto: era gay. Un maricón amanerado, el culto leguleyo afeminado, un ser que nadie aceptaría en su familia. De Roberto creíamos saberlo todo, se había casado con una profesora de Astronomía que, fortuitamente, estaba haciendo su doctorado en Praga y nunca apareció, su amor eran los libros y la pedagogía, había estudiado en la capital… pero nadie supo cómo realmente era su vida. Nunca conocimos quienes habían sido sus padres, por qué de pronto aquel ser refinado apareció en un vulgar pueblo de provincias, qué había detrás de esa sonrisa y aquellas palabras-fachada. Con dosis iguales de zalamería y discreción Roberto sobrevivía al escándalo, evadía la pregunta incómoda y pedía permiso para seguir respirando.
Un día me fui de aquel pueblo, yo no quería pedir permiso para nada. Pero allí se quedó Roberto, ingeniándoselas cada día para seguir educando a quienes lo desprecian por el simple hecho de no ser frecuente, de ser diferente.
Os quiero,
Ed.