Hola a tod@s!
Es sábado (no viernes), Madrid ha amanecido envuelto en un suave suéter gris, hoy cambian la hora y a mí dan ganas de meterme el día entero leyendo o estudiando… pero tendré que salir hacer la compra.
Esta semana ha sido muy científica, gran parte de ella estuve en un congreso internacional donde se habló y se discutió el “comportamiento” de nuestro sistema de defensa en diferentes situaciones… y yo lo disfruté. Al verme allí junto a célebres, menos célebres y principiantes que, sin protocolo ni sonrisas forzadas, exponían sus datos con la timidez del que es evaluado entendí, una vez más, por qué me gusta tanto lo que hago. Siempre he pensado que el científico es uno de los pocos reductos de pureza que existe en el planeta. Por lo general es una persona inteligente, con grandes habilidades manuales, poseedor de don de la intuición, algo torpe en la sociedad y entregado a lo que hace. Quien se dedica a la ciencia no está buscando dinero, lo hace porque quiere responder preguntas, porque vive en un estado permanente de intriga… porque sigue siendo el “chavalillo” que inmediatamente después del susto pone ojos de cuestión frente al rayo y al trueno. Es cierto que los tiempos han cambiado y que el científico de hoy, para sobrevivir, monta empresas con otros colegas, intenta mejorar su salario patentando sus descubrimientos… pero en el fondo sigue teniendo esa alma renacentista que disfruta con el experimento y la respuesta.
Si este fuera otro Viernes escribiría “en otra cuerda” y acto seguido comentaría la muerte del ex presidente argentino, los paquetes bombas que iban a Chicago, la decisión de la Unión Europea sobre Cuba y mil cosas más… pero mejor dejarlo aquí y despedirme no sin antes decir que sigo siendo el mismo “chavalillo” que en un pueblo perdido del Caribe intentaba hacer trasplantes de corazón a lagartijas, se quemaba los dedos al reproducir reacciones químicas que no controlaba, inventó un mando a distancia para su tele rusa en blanco y negro y soñaba con tener un laboratorio de grande.
Os quiero,
Ed.
Es sábado (no viernes), Madrid ha amanecido envuelto en un suave suéter gris, hoy cambian la hora y a mí dan ganas de meterme el día entero leyendo o estudiando… pero tendré que salir hacer la compra.
Esta semana ha sido muy científica, gran parte de ella estuve en un congreso internacional donde se habló y se discutió el “comportamiento” de nuestro sistema de defensa en diferentes situaciones… y yo lo disfruté. Al verme allí junto a célebres, menos célebres y principiantes que, sin protocolo ni sonrisas forzadas, exponían sus datos con la timidez del que es evaluado entendí, una vez más, por qué me gusta tanto lo que hago. Siempre he pensado que el científico es uno de los pocos reductos de pureza que existe en el planeta. Por lo general es una persona inteligente, con grandes habilidades manuales, poseedor de don de la intuición, algo torpe en la sociedad y entregado a lo que hace. Quien se dedica a la ciencia no está buscando dinero, lo hace porque quiere responder preguntas, porque vive en un estado permanente de intriga… porque sigue siendo el “chavalillo” que inmediatamente después del susto pone ojos de cuestión frente al rayo y al trueno. Es cierto que los tiempos han cambiado y que el científico de hoy, para sobrevivir, monta empresas con otros colegas, intenta mejorar su salario patentando sus descubrimientos… pero en el fondo sigue teniendo esa alma renacentista que disfruta con el experimento y la respuesta.
Si este fuera otro Viernes escribiría “en otra cuerda” y acto seguido comentaría la muerte del ex presidente argentino, los paquetes bombas que iban a Chicago, la decisión de la Unión Europea sobre Cuba y mil cosas más… pero mejor dejarlo aquí y despedirme no sin antes decir que sigo siendo el mismo “chavalillo” que en un pueblo perdido del Caribe intentaba hacer trasplantes de corazón a lagartijas, se quemaba los dedos al reproducir reacciones químicas que no controlaba, inventó un mando a distancia para su tele rusa en blanco y negro y soñaba con tener un laboratorio de grande.
Os quiero,
Ed.